No tengo duda de que, si tenían hombres que podían predicar el evangelio, les pedían que fueran y lo predicaran; y si algunos salían de viaje, ya fueran capitanes o mercaderes que iban de lugar en lugar, o personas de influencia, o lo que fueran, les decían, "A cualquier lugar que vayan perseveren en propagarlo. Prediquen el Evangelio; divulguen a Jesucristo. Sean misioneros, todos ustedes." Ahora pues, en esto puedo regocijarme, y lo haré, pues así ha sido entre nosotros. En este momento presente, supongo que no menos de trescientos de nuestros hijos que hemos tenido en las rodillas, están predicando el Evangelio, mientras yo predico aquí, quiero decir ministros de Cristo predicando el evangelio. Además de eso, por todas esas calles están predicando nuestros evangelistas en las esquinas. Debería haber aún más de ellos. Algunos de ustedes que vienen a oírme los domingos en la noche, no deberían venir. Si tienen la gracia de Dios en su corazón, vengan y obtengan suficiente carne espiritual para que se alimenten, pero recuerden que Londres está desfalleciendo por falta del Evangelio. ¿Cómo se atreven ustedes, entonces, a estar sentados quietos para gozar del Evangelio mientras los hombres perecen? Hay casas que son accesibles; hay salas pequeñas y grandes; hay esquinas; hay todo tipo de lugares en donde se puede predicar a Jesús. ¡Oh! Esforcémonos con toda nuestra fuerza para hacer que sea conocido a lo largo y a lo ancho de esta gran ciudad.
Sermón #3551. C. H. Spurgeon
domingo, 9 de mayo de 2010
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