sábado, 31 de julio de 2010

Cartas desde el sufrimiento -No.52

Terminus Hotel, Marsella
28 de Octubre de 1891

Mis queridos amigos:

Si no les escribiera hoy, aunque es sólo miércoles, no les podría hacer llegar la carta para el domingo. Eso podría no representar ninguna pérdida para ustedes, pero sería una mortificación para mí, pues de alguna manera ha llegado a ser un hábito placentero mantenerme en contacto con ustedes mediante una carta semanal.

Por favor, alaben al Señor por mí y conmigo. No me siento peor a pesar del largo viaje que he hecho, antes bien, extrañamente estoy mejor. Toda la historia de mi alivio ha sido maravillosa, y esta última parte concuerda con el resto. ‘Confortará mi alma’, y ‘El que sana todas mis dolencias’. El nombre del Señor ha de ser engrandecido, porque tiene tal compasión por uno que siente su propia indignidad más que nunca. ‘Estaba yo postrado, y me salvó’.

Mi doctor le ha reportado mi caso a mi amigo, el doctor FitzHenry, de Menton, que es un hombre de igual capacidad y amabilidad, lo cual es una feliz combinación; por tanto, nadie de ustedes piense que estoy distante de la ayuda médica, en caso de que se presentara algún regreso de la enfermedad. Pero no anticipo nuevas recaídas, pues la temperatura de este lugar es como de verano, y esperamos, para más adelante, un clima mucho más cálido; ésto disminuirá grandemente el riesgo de enfriamientos.

Pero mi único gran reconstituyente será las noticias de un avivamiento en el Tabernáculo. Cuando los pecadores sean salvados y los santos sean santificados, mi sol habrá salido con el poder de sanar en sus alas. Si el Señor obra por medio del doctor Pierson, y del señor Stott, y de los hermanos en casa, y los hace útiles, con un factor de utilidad elevado a la décima potencia, en comparación conmigo en mis mejores días, me voy a alegrar sinceramente. ‘Ojalá todo el pueblo de Jehová fuese profeta’. ¡Oh, que usara a cada hombre y mujer entre ustedes! Aquéllos a quienes el Señor no usa, son muy propensos a ser sujetados por otro, y a ser orientados a sus malvados propósitos. Quienes no son abejas obreras usualmente se convierten en moscas muertas, y arruinan todo el tarro de ungüento de una vez. ¡Que nadie en nuestra iglesia se hunda en una condición tan desventurada; antes bien, por el contrario, que podamos ser tan bendecidos que nos convirtamos en bendiciones para quienes nos rodean!

Hermanos y hermanas, ¿podrían elevarse a la altura de una gran oportunidad? Yo pienso que pueden hacerlo y lo harán.

Mi amado hermano de los Estados Unidos no ha sido enviado entre ustedes por un nimio propósito. Si ustedes supieran toda la historia de cómo llegó a estar donde está ahora, ustedes sentirían ésto tan fuertemente como yo. Él trae el ofrecimiento divino de una gran bendición; ¿estamos listos a recibirla? ¿Estamos preparados para usar una pleamar? ¡Oh, que todo miembro pudiera decir: ‘yo estoy preparado’! Entonces pidan lo que quieran, crean que lo tienen, y salgan a recogerlo. Dios no decepciona nunca. Muchas veces cerramos con llave las puertas contra nosotros mismos, y rehusamos ser enriquecidos; ninguno de nosotros ha de hacer eso nunca más. Glorifiquemos a Dios aceptando lo que espera otorgar.

Acepte, cada uno de ustedes, mi amor verdadero en Cristo Jesús. Ámense unos a otros fervientemente con un corazón puro. Mi hermano, cuyo cuidado ha hecho mi viaje menos formidable, cuando regrese, tendrá una alentadora historia que contarles sobre mí, y sobre mi amada esposa, cuya presencia conmigo septuplica cada uno de los goces. Estoy rodeado de inesperadas misericordias, y les pediría que me ayuden a expresar una alabanza que una sola boca no podría expresar nunca, adecuadamente.

Suyo de todo corazón

C. H. Spurgeon

jueves, 22 de julio de 2010

Tomad, comed

Ustedes, jóvenes y jovencitas que están presentes aquí esta noche, en el primer domingo de mi retorno después de mi descanso: sería una noche muy feliz para mí si se atrevieran a tomar a Cristo. Cuando experimentaba turbación de alma, me parecía como si no debería tomar a Cristo. Hace años, cuando era un muchacho de quince años, ese solía ser mi problema. No me atrevía a pensar que Cristo murió por mí, y tenía miedo de confiar en Él con mi alma. Gradualmente caí en la cuenta de que, si me atrevía a hacerlo, podría hacerlo; y que, si en verdad lo hacía, estaría hecho y nunca sería deshecho; que si aprovechaba la oportunidad de que cuando Jesucristo pasara yo tocara el borde de Su manto, aunque fuera una terrible muestra de presunción como parecía serlo, sería, a pesar de todo, una presunción santa y bendita, y Cristo no se enojaría conmigo por ello. Y yo sé que, cuando creí por primera vez, parecía ser un ladrón que había robado una salvación; pero luego el Señor Jesús nunca me la quitó. Me aventuré, me arriesgué, me atreví a decir: “Yo creo en verdad que Él puede salvarme, y que me ha salvado”. Me apoyé en Él, y entonces encontré la paz. Hagan eso esta noche. Jesús dijo: “El que cree en mí, tiene vida eterna”. La posee ahora, es eterna y nunca la perderá. El que cree en Jesucristo no es condenado, a pesar de toda su culpa y de sus pecados pasados. “El que creyere y fuere bautizado, será salvo”. Ahora les he dado el Evangelio completo; así es como el Maestro lo expuso, y yo no he dejado fuera ninguna cláusula. “El que creyere y fuere bautizado, será salvo”. “Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación”.
Sermón no.2350. Tomad, comed. C. H. Spurgeon

miércoles, 21 de julio de 2010

La señora Spurgeon escribiría más tarde sobre este período: "El Señor muy gentilmente nos concedió a ambos, tres meses de perfecta felicidad terrenal, aquí en Menton, antes de llevárselo al lugar muchísimo mejor de Su propia gloria e inmediata presencia. Durante quince años, mi amado había anhelado traerme aquí; pero no había sido posible hacerlo antes… Dimos largos paseos diariamente, y cada lugar que visitamos fue una entrada triunfal para él. Su goce fue intenso, y su deleite fue exuberante. Se veía que gozaba de una perfecta salud, y se regocijaba con el ánimo más resplandeciente. Luego, también, con cuánta felicidad apacible y profunda se sentaba, día tras día, en un acogedor rincón de su soleada habitación, escribiendo su última labor de amor, el comentario sobre el Evangelio de Mateo… Hasta los últimos diez días de su dulce vida, parecía que la salud retornaba, aunque lentamente; teníamos sólidas esperanzas de su plena recuperación, y él mismo creía que viviría para declarar de nuevo a su amado pueblo y a los pobres pecadores 'las inescrutables riquezas de Cristo'".