lunes, 23 de noviembre de 2009

El poder del Evangelio

Nos aproximamos velozmente a las celebraciones de la Navidad. Me gustaría recomendar para estos días la lectura de un soberbio sermón del pastor Spurgeon, cuyo tema no guarda aparentemente ningún vínculo con la Navidad, pero que fue predicado precisamente en estas fechas para que la gente pueda reflexionar sobre la verdad. "Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres" (Juan 8: 31). Pero en este sermón vemos a la verdad desnuda, sin ninguna pompa real, humillada, y esa Verdad proclama entonces: "Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí". Es triste ver que hay muchos grupos cristianos que se esfuerzan inútilmente por traer el reino de Cristo a este mundo, habiendo dicho Él mismo: "Mi reino no es de este mundo". La forma en que podemos ayudar a la extensión del reino de Dios, es mediante la predicación del verdadero Evangelio, creyendo en el poder del Evangelio para cambiar a la gente, y no dulcificando el evangelio ni adaptándolo al protervo corazón de los hombres para que se dignen aceptarlo. Por sí mismos, no cambiarán jamás. Sólo el poder del verdadero Evangelio puede cambiarlos. En el conocido poema de Rubén Darío -ese excepcional poeta nicaragüense- titulado Los motivos del lobo, el bardo pone en boca de Francisco estas palabras fidedignas: "En el hombre existe mala levadura. Cuando nace, viene con pecado. Es triste. Mas el alma simple de la bestia es pura".

Estas son algunas consideraciones impactantes del pastor Spurgeon en el sermon al que hago referencia:

"Hasta este día, en su apariencia externa, el cristianismo puro es igualmente un objeto sin ningún atractivo que muestra en su superficie pocas señales de realeza. Es sin parecer ni hermosura, y cuando los hombres lo ven, no encuentran una belleza deseable para ellos. Cierto, hay un cristianismo nominal que es aceptado y aprobado por los hombres, pero el Evangelio puro, es despreciado y desechado todavía. El Cristo real de hoy, es desconocido e irreconocible entre los hombres, de la misma manera que lo fue en Su propia nación hace mil ochocientos años. La doctrina evangélica está en rebaja, la vida santa es censurada, y la preocupación espiritual es escarnecida. "¿Qué," preguntan ellos, "llamas tú verdad regia a esta doctrina evangélica? ¿Quién la cree en nuestros días? La ciencia la ha refutado. No hay nada grandioso acerca de ella; podría proporcionar consuelo a las viejas y a todos aquellos que no tienen suficiente capacidad para pensar libremente, pero Su reino ha terminado, y no regresará jamás." En cuanto a vivir separados del mundo, califican eso de Puritanismo, o algo peor. Cristo en doctrina, Cristo en espíritu, Cristo en la vida: en estas áreas, el mundo no puede soportarlo como rey. El Cristo alabado con himnos en las catedrales, el Cristo personificado por prelados altaneros, el Cristo rodeado por quienes pertenecen a las casas reales, ese sí es aceptable; pero al Cristo que debe ser honestamente obedecido, seguido y adorado en simplicidad, sin pompa ni liturgias deslumbrantes, a ese Cristo no le permitirían que reine sobre ellos. Pocas personas, hoy en día, estarán de parte de la verdad por la que dieron la vida sus antepasados. El día del compromiso de seguir a Jesús en medio de la maledicencia y de la vergüenza, ha pasado. Sin embargo, aunque los hombres se nos acerquen para preguntarnos: "¿acaso llaman a su Evangelio divino? ¿Son ustedes tan ridículos como para creer que su religión viene de Dios y que someterá al mundo?" Nosotros respondemos valerosamente: "¡sí!" ¡Así como debajo del vestido de un campesino y del rostro pálido del Hijo de María podemos discernir al Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, así también bajo la sencilla forma de un Evangelio despreciado, percibimos los regios lineamientos de la verdad divina. A nosotros no nos importa la ropa o la morada externa de la verdad; la amamos por ella misma. Para nosotros, los palacios de mármol y las columnas de alabastro no tienen importancia. Valoramos mucho más el pesebre y la cruz. Estamos satisfechos de que Cristo reine donde Él quiere reinar, y ese lugar no es en medio de los grandes de la tierra, ni entre los poderosos y los sabios, sino entre lo vil del mundo y lo que no es, que deshará lo que es, pues a estos ha elegido Dios, desde el principio, para que sean Suyos".

Recomiendo ampliamente la lectura del sermón El Rey de la Verdad, que está en espera de muchos ávidos lectores.

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