Ahora, queremos repetir nuevamente ante ustedes esa importantísima doctrina que reconocemos como la piedra angular del sistema evangélico, la mismísima piedra angular del Evangelio, esa importantísima doctrina de la expiación de Cristo, y luego, sin intentar justificarla -pues eso hemos hecho cientos de veces-, sacaremos enseñanzas prácticas de esa verdad que ciertamente sigue siendo válida entre nosotros. Como el hombre pecó, la justicia de Dios requería que se aplicara el castigo. Dios había dicho: "El alma que pecare morirá"; y a menos que Dios pudiera equivocarse, el pecador debe morir. Más aún, la santidad de Dios lo requería, pues el castigo estaba basado en la justicia. Era justo que el pecador muriera. Dios no había aplicado una pena más severa que la que debía aplicar. El castigo es el resultado justo de la ofensa. Por tanto, hay dos alternativas: o Dios deja de ser santo o el pecador debe ser castigado. La verdad y la santidad imperiosamente requerían que Dios levantara Su mano y golpeara al hombre que había quebrantado Su ley y ofendido su majestad. Sin embargo, Cristo Jesús, el segundo Adán, la cabeza federal de los elegidos, se interpuso como mediador. Se ofreció para sufrir el castigo que los pecadores debían sufrir; se comprometió a cumplir y honrar la ley que ellos habían quebrantado y deshonrado. Se ofreció para ser el árbitro, la fianza, el sustituto, tomando el lugar, el puesto y la condición de los pecadores. Cristo se convirtió en el vicario de Su pueblo al sufrir de manera vicaria en lugar de ellos; cumpliendo de forma vicaria lo que ellos no tenían la fortaleza de cumplir por la debilidad de la carne a consecuencia de la caída. Lo que Cristo se comprometió a hacer, fue aceptado por Dios.A su tiempo Cristo realmente murió y llevó a cabo lo que había prometido hacer. Asumió cada pecado de Su pueblo y sufrió cada golpe de la vara a causa de esos pecados. Sorbió en un solo horrible trago todo el castigo de los pecados de todos los elegidos. Tomó la copa, la puso en sus labios, sudó como gruesas gotas de sangre cuando dio el primer sorbo de esa copa, pero no desistió, sino que siguió bebiendo y bebiendo y bebiendo hasta la última gota, y volteando la copa hacia abajo, dijo: "¡Consumado es!", y en un solo sorbo de amor, el Señor Dios de la salvación había borrado completamente la destrucción. No quedó ni un solo vestigio, ni siquiera el menor residuo; Él sufrió todo lo que se debió haber sufrido; terminó con la transgresión y puso un fin al pecado. Más aún, Él obedeció la ley del Padre en todos sus alcances; Él cumplió esa voluntad sobre la cual había dicho desde tiempos antiguos: "Anhelo tu salvación, oh Jehová, y tu ley es mi delicia."
El Púlpito del Tabernácul Metropolitano, Sermón 446, La Vieja, Vieja Historia.
jueves, 23 de agosto de 2007
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario