lunes, 5 de septiembre de 2011

No podrían imaginar el gozo que sentí hoy al visitar a un hermano que yace gravemente enfermo. Mi querido amigo, al hablar conmigo hace unos instantes, cuando me encontraba junto a su lecho, me dijo: “Pastor, ¿recuerda usted lo que me dijo cuando me bautizó?” Yo le respondí: “No, no lo recuerdo”. “Bien” –comentó- “fue hace treinta y cinco años, y cuando estaba entrando en el agua, usted pidió: ‘Alabemos al Señor por este hermano. Yo espero que sea un don, un don precioso, para esta iglesia’. Y luego usted se detuvo antes de bautizarme, y oró: ‘¡Señor, hazlo útil, y concédele la gracia de servirte durante muchos años más!’ De eso hace treinta y cinco años” –dijo- “y sin embargo, lo recuerdo como si fuese ayer: cómo oró usted por mí, y cómo concluyó diciéndome: ‘¡Y, cuando tus pies toquen las frías aguas del río de la muerte, que lo pises con firmeza!’ Oh, querido pastor” –dijo- “estoy pisando con firmeza. Nunca fui tan feliz ni tan dichoso como lo soy ahora, en espera de ver pronto el rostro de mi Amado”. Nuestro hermano agregó también: “¡Cuán poco aporta la teología moderna al hombre que está al borde de la eternidad! Yo no necesito ninguna teoría acerca de la inspiración, o acerca de la expiación. La Palabra de Dios es verdadera para mí de principio a fin, y la sangre preciosa de Jesús es mi única esperanza”. Yo le respondí: “Mi hermano me dijo el otro día lo que John Wesley le dijo a Charles Wesley. Le dijo: ‘Hermano, nuestra gente muere bien’”. “Sí”, me respondió el hermano que está enfermo: “así es, pues como un anciano de la iglesia he visitado a muchísimas personas, y siempre han muerto con una fe segura y confiada”. Yo nunca veo ninguna duda en ninguno de nuestros amigos cuando están al borde de la muerte. Yo tengo más dudas de las que ellos parecieran tener. ¡Ay, que tenga que ser así! Pero yo espero comportarme como un hombre cuando muera, como lo hacen ellos, descansando en ese mismo Salvador. Pero, hermanos, habríamos sido grandes perdedores si ese hermano, hace treinta y cinco años, habiéndose dado a sí mismo al Señor, no se hubiera dado también a mí y a la iglesia sobre la cual el Señor me había hecho pastor. ¡Bendito sea Dios, que le ha guardado a él y a nosotros hasta este día!
C. H. Spurgeon - La Dádiva Óptima

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