sábado, 12 de abril de 2008

Spurgeon y el Dinero

En estos días de inflación y devaluación y de préstamos monetarios internacionales, en los que los editores cristianos en particular encuentran difícil sufragar sus gastos, es digna de consideración la actitud del Príncipe de los Predicadores en relación a las finanzas.
Spurgeon vivía, al igual que nosotros ahora, en un mundo que pensaba en el dinero, que amaba al dinero, que hablaba de dinero y cuyo principal propósito en la vida era hacer dinero. ¡Spurgeon vivía en una época cuando la libra esterlina estaba representada por un real soberano de oro y no por un mero pedazo de papel sin valor!
Como presidente del Colegio del Pastor, de un orfanato, de un asilo de ancianos, y de otras muchas instituciones, así como Pastor de una gran iglesia que a su vez contaba con veinte puestos misioneros de avanzada, con frecuencia confiaban al señor Spurgeon considerables sumas de dinero. Parte de ese dinero provenía de diversas fuentes (incluso anónimas), pero muchos de los fondos los generaba él mismo, por medio de la publicación de sus libros y sus compromisos de predicación fuera del Tabernáculo. Spurgeon abolió el cobro rentas por el uso de los asientos del Tabernáculo Metropolitano (práctica que era común en aquel tiempo), y después de unos cuantos años no aceptó recibir ningún salario, sino que vivía de las regalías generadas por sus libros. Su principio rector era: “en la mayordomía es necesario que un hombre sea encontrado fiel.”
¡Su astucia financiera comenzó a muy temprana edad! Cuando era todavía muy niño, asistía a una escuelita que operaba en casa de una señora y le hacía falta un lápiz para hacer sus sumas, pero no tenía dinero para comprar uno. Prefiriendo evitar la ira de su maestra (especialmente porque a menudo perdía sus lápices), fue a la tienda de la aldea y solicitó un crédito por un cuarto de penique, que entonces era la mínima unidad monetaria de Inglaterra. Su padre se enteró de eso y le propinó una dura reprimenda por el endeudamiento. A partir de ese momento, Spurgeon jamás incurrió en deuda alguna. El gran Tabernáculo Metropolitano fue construido libre de deudas. Spurgeon comentaba: “¡he odiado las deudas como Lutero odiaba al Papa!”
Más tarde, siendo Spurgeon todavía un muchacho, se ganó una moneda de plata de seis peniques que le ofreció el Reverendo Richard Knill si se aprendía el himno: “Los designios de Dios son inescrutables.”
Se ha dicho que podría escribirse un artículo acerca de “los seis peniques de Spurgeon”: los seis peniques que le dio a uno de sus huérfanos; los seis peniques que le dio a un pobre niño italiano cuando se encontraba de vacaciones en Italia, y así sucesivamente).
El primer esfuerzo literario de Spurgeon cuando era un jovencito de quince años le aportó un premio de una guinea (un poco más de una libra esterlina). Su ensayo se titulaba “el Anticristo y su progenie, o el Papado desenmascarado”.
Recibió su primer emolumento cuando predicó en Waterbeach, lugar donde le fue pagada una libra esterlina por dirigir siete servicios durante tres domingos consecutivos. En el mes siguiente recibió 50 chelines por predicar cinco sermones.
En muchas ocasiones rehusó recibir dinero si dictaba algunas conferencias, incluso en Estados Unidos, país que nunca visitó. Spurgeon comentó a raíz de recibir una de esas invitaciones: “nadie sabrá hasta que me muera cuán poco le importaba a C. H. Spurgeon el dinero.” Pero del dinero que recibía mantenía cuidadosas cuentas como mayordomo del Señor. Llevaba un libro de contabilidad titulado: “Cuenta del Fideicomiso de Charles Haddon Spurgeon.”
Siempre que recibía un legado para su uso personal, consultaba con su abogado para confirmar que no hubiera parientes vivos del donante que tuvieran más necesidad de ese dinero. ¡Qué bueno sería que tal integridad y magnanimidad prevalecieran hoy!
Spurgeon daba grandes sumas de dinero a causas y personas que lo merecieran. Cada día recibía cartas con peticiones de ayuda y ningún caso que lo mereciera fue rechazado jamás. Siempre llevaba consigo un fajo de billetes de cinco libras esterlinas en el bolsillo de su chaleco para su pronta distribución entre los necesitados, especialmente tratándose de necesitados ministros del Evangelio y de sus viudas.
Cuando murió y fue abierto su testamento, se comprobó que únicamente dejó el valor de su casa y el derecho de autor de sus libros. Habría podido ser un hombre rico, pero murió como un pobre, ya que distribuyó todo mientras vivía.

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