Muchos
marineros han sido desenfrenados, temerarios, sin Dios, sin Cristo, y al fin
han terminado en algún hospital extranjero. Ah, si su madre supiera que cayó
con la fiebre amarilla, cuán triste se pondría, pues concluiría que pronto su
amado hijo moriría lejos en la
Habana, o en algún otro lugar, y que nunca regresaría a casa.
Pero es justo en aquel hospital que Dios tiene el propósito de encontrarse con
él. Un marinero me escribió contándome algo parecido a eso. Dijo: “Mi madre me
pidió que leyera un capítulo cada día, pero nunca lo hice. Tuve que ser
admitido en un hospital en la
Habana, y mientras estaba ahí, había un hombre cerca de mí
que se estaba muriendo, y murió una noche; pero antes de morir me dijo: ‘Amigo,
¿podrías acercarte a mí? Quiero hablar contigo. Tengo aquí algo muy preciado
para mí. Yo era un sujeto desenfrenado, pero la lectura de este paquete de
sermones me ha llevado al Salvador, y muero con una buena esperanza por medio
de la gracia. Ahora, cuando muera y haya partido, toma estos sermones y léelos,
y que Dios los bendiga para ti. ¿Y le escribirías una carta al hombre que
predicó e imprimió esos sermones para decirle que Dios los bendijo para mi
conversión, y que yo espero que los bendiga para ti también?’” Era un paquete
de mis sermones, y Dios en efecto los bendijo también para aquel joven que, no
tengo ninguna duda de ningún tipo, fue a ese hospital porque allí había un hombre
que había sido llevado a Cristo que le entregaría las palabras que Dios había
bendecido para él mismo y que bendeciría para su amigo. Tú no sabes, querida
madre, tú no lo sabes. Lo peor que le puede pasar a un joven es algunas veces
lo mejor que le puede pasar.
C. H. Spurgeon - La Historia de un Esclavo Fugitivo
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