miércoles, 5 de febrero de 2014

Le era necesario pasar por el Tabernáculo Metropolitano


Hace unos tres años estaba hablando con un ministro anciano, y comenzó a buscar a tientas en el bolsillo de su chaleco pero le tomó mucho tiempo encontrar lo que quería. Por fin sacó una carta casi hecha pedazos y dijo: “¡El Dios Todopoderoso le bendiga! ¡El Dios Todopoderoso le bendiga!” Y yo le pregunté: “Amigo, ¿de qué se trata?” Él me respondió: “Yo tenía un hijo. Yo creía que él iba a ser el sostén en mi ancianidad, pero él se desacreditó y se alejó de mí, y yo no supe adónde se fue; sólo dijo que se iba a América. Compró un boleto para navegar a América desde los muelles de Londres, pero no partió en el día preciso que esperaba hacerlo”. Este anciano ministro me pidió que leyera la carta, y yo la leí. Iba más o menos así: “Padre, estoy aquí en América. He encontrado un empleo y Dios me ha prosperado. Le escribo para pedirle perdón por los miles de daños que le he provocado y por la aflicción que le he causado, pues, bendito sea Dios, he encontrado al Salvador. Me he unido a la iglesia de Dios aquí, y espero pasar mi vida al servicio de Dios. Ocurrió así: no navegué a América el día que yo esperaba. Me fui al Tabernáculo para ver de qué se trataba, y Dios se encontró conmigo. El señor Spurgeon dijo: ‘Tal vez haya un hijo fugitivo aquí. Que el Señor lo llame por Su gracia’. Y Él lo hizo”. “Ahora” –dijo él, al tiempo que doblaba la carta y la ponía en su bolsillo- “ese hijo mío está muerto, y está en el cielo, y yo lo amo a usted y lo haré en tanto que viva, porque usted fue el instrumento de llevar a mi hijo a Cristo”. 
C. H. Spurgeon - La Historia de un Esclavo Fugitivo

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