Hace
unos tres años estaba hablando con un ministro anciano, y comenzó a buscar a
tientas en el bolsillo de su chaleco pero le tomó mucho tiempo encontrar lo que
quería. Por fin sacó una carta casi hecha pedazos y dijo: “¡El Dios
Todopoderoso le bendiga! ¡El Dios Todopoderoso le bendiga!” Y yo le pregunté:
“Amigo, ¿de qué se trata?” Él me respondió: “Yo tenía un hijo. Yo creía que él
iba a ser el sostén en mi ancianidad, pero él se desacreditó y se alejó de mí,
y yo no supe adónde se fue; sólo dijo que se iba a América. Compró un boleto
para navegar a América desde los muelles de Londres, pero no partió en el día
preciso que esperaba hacerlo”. Este anciano ministro me pidió que leyera la
carta, y yo la leí. Iba más o menos así: “Padre, estoy aquí en América. He
encontrado un empleo y Dios me ha prosperado. Le escribo para pedirle perdón
por los miles de daños que le he provocado y por la aflicción que le he
causado, pues, bendito sea Dios, he encontrado al Salvador. Me he unido a la
iglesia de Dios aquí, y espero pasar mi vida al servicio de Dios. Ocurrió así:
no navegué a América el día que yo esperaba. Me fui al Tabernáculo para ver de
qué se trataba, y Dios se encontró conmigo. El señor Spurgeon dijo: ‘Tal vez
haya un hijo fugitivo aquí. Que el Señor lo llame por Su gracia’. Y Él lo
hizo”. “Ahora” –dijo él, al tiempo que doblaba la carta y la ponía en su
bolsillo- “ese hijo mío está muerto, y está en el cielo, y yo lo amo a usted y
lo haré en tanto que viva, porque usted fue el instrumento de llevar a mi hijo
a Cristo”.
C. H. Spurgeon - La Historia de un Esclavo Fugitivo
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