Amados, habemos unos cuantos que sabemos mucho acerca de las profundidades del amor de Dios. Nuestro amor es superficial. ¡Ah, cuán superficial! El amor a Dios es como un gran monte. La mayoría de los viajeros lo avistan a la distancia, o recorren el valle en torno a su base. Unos cuantos escalan hasta un descansadero ubicado en alguna de sus elevadas estribaciones, desde donde ven una porción de sus sublimidades. Por aquí y por allá algún viajero aventurero escala un pico menor, y mira al glaciar y a la elevada montaña a una distancia muy cercana. Más escasos aún son aquellos que escalan el pináculo más alto y pisan la nieve virgen.
Así es en la Iglesia de Dios. Todo cristiano permanece bajo la sombra del amor divino; unos cuantos disfrutan y regresan ese amor en un grado notable; pero hay unos cuantos –en esta época, tristemente, unos pocos- que alcanzan un amor seráfico, que ascienden al monte del Señor para estar allí donde el ojo del águila no se ha posado, y para caminar por el sendero que el cachorro del león no ha hollado nunca, por los lugares altos de una completa consagración y de un ardiente amor inextinguible.
Ahora, fíjense bien, puede ser difícil ascender tan alto, pero hay una ruta segura, y solo una, que el hombre tiene que seguir si quiere alcanzar esa sagrada elevación. No es la senda de sus obras, ni la vereda de sus propias acciones, sino ésta: “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero”. Juan y los apóstoles confesaron que así habían obtenido su amor. Para el amor más sublime que haya resplandecido jamás en algún pecho humano no hubo otra fuente que ésta: Dios amó primero que el hombre. ¿No ven ustedes cómo es eso? Saber que Dios me ama echa fuera mi temor atormentador acerca de Dios, y una vez que ese temor es expulsado, hay espacio para un abundante amor a Dios. Cuando el miedo sale, el amor entra por la otra puerta. Así que entre más fe en Dios haya, más espacio hay para el amor que llena el alma.
C. H. Spurgeon - Sermón no.1008
miércoles, 31 de agosto de 2011
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