Incluso el arrepentimiento, esa dulce y meliflua gracia que debería ser natural para el pecador, está más allá de su alcance. ¿Cómo se arrepentiría de un pecado cuyo peso no puede sentir? ¿Cómo podría orar pidiendo una bendición cuyo valor no tiene el poder de percibir? ¿Cómo podría alabar a Dios por quien no siente ningún interés, y en cuya existencia no se deleita? Yo afirmo que, para todas las cosas espirituales, ese hombre es tan incapaz como son incapaces los muertos de realizar los trabajos y servicios naturales de la vida cotidiana.
“Y, sin embargo”, -dirá alguien- “el domingo pasado te oímos decirles a estos muertos que se arrepintieran y se convirtieran”. Yo sé que me oyeron hacerlo, y me oirán de nuevo decir lo mismo. Pero ¿por qué les hablo así a los muertos y les digo que realicen acciones que no pueden realizar?
Porque mi Maestro me lo ordena, y cuando obedezco el encargo de mi Maestro, sale un poder con la palabra hablada, y los muertos se sobresaltan en su sueño y se despiertan por causa del poder vivificador del Espíritu Santo, y aquéllos que no pueden arrepentirse y creer naturalmente, en efecto se arrepienten y creen en Jesús, y escapan de sus pecados pasados y viven; sin embargo, créanme que no es un poder propio el que los lleva a sobresaltarse dentro de su sueño de muerte, y que no es ningún poder mío el que se apodera de la conciencia culpable y adormilada; es un poder divino que Dios ha enyugado con la palabra y que da, cuando esa palabra es predicada fiel y plenamente. Por eso nos hemos ejercitado en nuestro llamamiento diario de ordenarles a los muertos que vivan, porque la vida llega con el mandato divino.
C. H. Spurgeon - sermón #805 - La Resurrección con Cristo.
jueves, 18 de marzo de 2010
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