miércoles, 13 de junio de 2012

En uno de los condados del norte de Inglaterra, había una mujer, una creyente en el Señor Jesucristo, cuya oración por su marido subía continuamente; pero él nunca entró en la casa de Dios, y la despreciaba porque asistía a la iglesia. Ella estaba acostumbrada a ir sola a su lugar usual de adoración, sin la compañía de compañeros humanos, y, sin embargo, no estaba completamente sola, pues había un perro que siempre iba con ella. Este perro se echaba enrollado bajo su asiento, y se quedaba muy quieto durante el servicio, y luego caminaba de regreso a casa con su ama. El primer domingo después de que ella murió, el pobre perro fue a la casa de reunión como lo hacía usualmente, y se echó en su antiguo lugar. Hizo lo mismo el siguiente domingo, y el esposo, notando que el perro salía tan regularmente, quedó intrigado por su acción, y se preguntaba adónde iría el perro ahora que su ama había partido; así que pensó que iría para ver. El perro fue delante de él hasta el asiento de su antigua ama, y se echó allí; el hombre entró buscando al perro, y se sentó en el lugar que solía ocupar su esposa, y Dios ayudó al ministro aquel día, para mostrarle que sus buenas obras y su justicia propia, en las que siempre había confiado, no bastarían para su salvación, y le predicó la plena salvación de Cristo Jesús, y el hombre creyó y vivió. ¿Acaso no fue él también "uno nacido fuera de tiempo", pues las oraciones de su esposa por él habían terminado, y ella había partido? Sin embargo, él fue llevado a Cristo.
C. H. Spurgeon - Sermón #2663

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