En uno de los condados del norte de Inglaterra, había una mujer, una
creyente en el Señor Jesucristo, cuya oración por su marido subía
continuamente; pero él nunca entró en la casa de Dios, y la despreciaba
porque asistía a la iglesia. Ella estaba acostumbrada a ir sola a su
lugar usual de adoración, sin la compañía de compañeros humanos, y, sin
embargo, no estaba completamente sola, pues había un perro que siempre
iba con ella. Este perro se echaba enrollado bajo su asiento, y se
quedaba muy quieto durante el servicio, y luego caminaba de regreso a
casa con su ama. El primer domingo después de que ella murió, el pobre
perro fue a la casa de reunión como lo hacía usualmente, y se echó en su
antiguo lugar. Hizo lo mismo el siguiente domingo, y el esposo, notando
que el perro salía tan regularmente, quedó intrigado por su acción, y
se preguntaba adónde iría el perro ahora que su ama había partido; así
que pensó que iría para ver. El perro fue delante de él hasta el asiento
de su antigua ama, y se echó allí; el hombre entró buscando al perro, y
se sentó en el lugar que solía ocupar su esposa, y Dios ayudó al
ministro aquel día, para mostrarle que sus buenas obras y su justicia
propia, en las que siempre había confiado, no bastarían para su
salvación, y le predicó la plena salvación de Cristo Jesús, y el hombre
creyó y vivió. ¿Acaso no fue él también "uno nacido fuera de tiempo",
pues las oraciones de su esposa por él habían terminado, y ella había
partido? Sin embargo, él fue llevado a Cristo.
C. H. Spurgeon - Sermón #2663
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