El Señor Jesucristo fue la primera promesa que Dios hizo a los hijos de los hombres después de la caída. Cuando nuestros primeros padres fueron desterrados del huerto, todo estaba oscuro delante de ellos. No había ni una sola estrella que dorara la sombría medianoche de sus almas culpables y desesperanzadas hasta que su Dios se les apareció, y les dijo en misericordia: “La simiente de la mujer herirá la cabeza de la serpiente”. Esa fue la primera estrella que Dios puso en el cielo de la esperanza del hombre. Los años se sucedieron a los años, y los fieles miraban a esa estrella en lo alto y eran consolados; esa única promesa sustentó el alma de muchos fieles, de tal manera que murieron en la esperanza, no habiendo recibido la promesa, pero habiéndola visto de lejos, y habiéndose regocijado en sus rayos. Transcurrieron siglos enteros, pero la simiente de la mujer no venía. El Mesías, el grandioso heridor de la cabeza de la serpiente, no aparecía. ¿Por qué se demoraba? El mundo estaba corrompido por el pecado y estaba lleno de dolor. ¿Dónde estaba el Siloh que debería traer la paz? Las tumbas eran cavadas por millones y el infierno estaba lleno de espíritus perdidos, pero, ¿dónde estaba el Ser prometido, grande para salvar? Él esperaba hasta que viniera el cumplimiento del tiempo; no lo había olvidado, pues tenía la voluntad de Dios en lo más íntimo de Sus entrañas; Su deseo de salvar almas consumía Su corazón; sólo esperaba que la palabra fuera dada. Y cuando fue dada, ¡he aquí!, vino con deleite para hacer la voluntad del Padre.
C. H. Spurgeon - Las inescrutables riquezas de Cristo.
miércoles, 26 de enero de 2011
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