Ahora, en
segundo lugar, voy a tratar de EXPLICAR LA EXTREMA RAREZA DE LA ADORACIÓN ESPIRITUAL.
La razón se debe, hermanos míos, a que el hombre ha caído. Si el hombre fuera
lo que fue una vez, puro y santo, no puedo concebir que necesite santos lugares
y cruces, capas magnas y dalmáticas, báculos y casullas. No puedo concebir la
tentación de postrarse delante de un becerro, o de una Virgen María, o de una
hostia. La noble criatura camina allá en el paraíso y si se reclina debajo de
un árbol sombreado, alza sus ojos y dice: “Padre mío, Tú has hecho esta sombra
gratificante, aquí te voy a adorar”; o si camina bajo el pleno calor del sol,
dice: “Dios mío, es Tu luz la que brilla sobre mí, yo Te adoro”. Por allá en
las faldas de la montaña, o abajo por el resplandeciente río, o en el lago
plateado, no necesita construir ningún altar pues su altar está en su interior;
no necesita hacer ningún templo pues su templo está en todas partes. La mañana
es santa y la noche es santa; no tiene ninguna hora prescrita de oración ya que
se entrega a la devoción a lo largo de todo el día; su baño matutino es su
bautismo; su comida es su Eucaristía. Pueden estar seguros de que entre más nos
acerquemos a la desnudez de la adoración, más nos acercamos a su verdad y
pureza; es debido a que el hombre ha caído que así como viste a su cuerpo
necesitado de ropas, así está vistiendo siempre a su religión.
C. H. Spurgeon - sermón #695 - El Hacha Puesta a la Raíz
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