“¡Cuánta mayor influencia ejercería en el ministerio cristiano un puñado de hombres buenos y fervientes que una multitud de tibios siervos!”, afirmó Oecolampadius, el reformador suizo, un hombre que enseñaba basándose en una experiencia que dejó plasmada por escrito en beneficio de otras iglesias y de otros tiempos.
La simple multiplicación de hombres que se autodenominan ‘ministros de Cristo’, sirve de muy poco. Podrían no ser otra cosa que desafortunados “obstáculos en el camino”. Podrían ser como Acán, que ocasionó problemas para el pueblo, o quizás como Jonás, que provocó la tempestad. Aun cuando su doctrina sea buena, por su incredulidad, por su tibieza y por su formulismo indolente, pueden hacer un daño irreparable a la causa de Cristo, paralizando y secando toda vida espiritual en torno suyo. El tibio ministerio de quien es ortodoxo en teoría genera con frecuencia una ruina más devastadora y fatal para las almas, que el ministerio de alguien que es notoriamente inconstante o un hereje flagrante. “¿Quién hay en el mundo que sea un zángano más pernicioso que un pastor ocioso?”, preguntaba Cecil. Y Fletcher bien dijo que “los pastores tibios producen creyentes negligentes”. La multiplicación de tales pastores, independientemente de su número, ¿podría ser considerada como una bendición para el pueblo?
Cuando la iglesia de Cristo, en todas sus denominaciones, regresa al ejemplo primitivo, y, caminando en las huellas apostólicas, busca imitar más a los modelos inspirados sin permitir que nada terrenal se interponga entre ella y su Cabeza viviente, entonces pondrá más atención en los hombres a quienes confía el cuidado de las almas, sin importar cuán eruditos y capaces sean, antes bien, asegurándose de que se distingan por su espiritualidad, celo, fe y amor.
Horatius Bonar (1808-1889), reconocido pastor escocés.
martes, 9 de noviembre de 2010
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