Iglesia de Dios, tu misión no está encaminada hacia los pocos seres respetables que se congregan en torno a tus ministros para escuchar respetuosamente sus palabras; tu misión no es para la élite y para los eclécticos, los inteligentes que criticarán tus palabras y harán juicios sobre cada sílaba de tu enseñanza; tu misión no es para aquellos que te tratan amablemente, generosamente, afectuosamente, quiero decir, no solamente para éstos, aunque ciertamente es para éstos como parte del resto; pero tu gran encargo es para la ramera, para la prostituta, para el ladrón, para el blasfemo y para el borracho, para los más depravados y pervertidos. Aunque nadie más se preocupe por ellos, la iglesia siempre debe hacerlo, y si alguien ha de ocupar el primer lugar en sus oraciones deberían ser éstos que, ¡ay!, son generalmente los últimos en nuestros pensamientos. Debemos considerar diligentemente a los ignorantes. No basta que el predicador predique de tal manera que quienes son instruidos desde su juventud puedan entenderle; tiene que pensar en aquéllos para quienes las frases más comunes de la verdad teológica son tan carentes de significado como la jerga de un lenguaje desconocido; él tiene que predicar con el objeto de conseguir la más mínima comprensión; y si los muchos ignorantes no se acercan a oírlo, él debe usar los mejores medios que pueda para inducirlos, es más, para forzarlos a oír las buenas nuevas.
C. H. Spurgeon, sermón #897 - La Primera Palabra desde la Cruz.
jueves, 18 de febrero de 2010
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