Ustedes, jóvenes y jovencitas que están presentes aquí esta noche, en el primer domingo de mi retorno después de mi descanso: sería una noche muy feliz para mí si se atrevieran a tomar a Cristo. Cuando experimentaba turbación de alma, me parecía como si no debería tomar a Cristo. Hace años, cuando era un muchacho de quince años, ese solía ser mi problema. No me atrevía a pensar que Cristo murió por mí, y tenía miedo de confiar en Él con mi alma. Gradualmente caí en la cuenta de que, si me atrevía a hacerlo, podría hacerlo; y que, si en verdad lo hacía, estaría hecho y nunca sería deshecho; que si aprovechaba la oportunidad de que cuando Jesucristo pasara yo tocara el borde de Su manto, aunque fuera una terrible muestra de presunción como parecía serlo, sería, a pesar de todo, una presunción santa y bendita, y Cristo no se enojaría conmigo por ello. Y yo sé que, cuando creí por primera vez, parecía ser un ladrón que había robado una salvación; pero luego el Señor Jesús nunca me la quitó. Me aventuré, me arriesgué, me atreví a decir: “Yo creo en verdad que Él puede salvarme, y que me ha salvado”. Me apoyé en Él, y entonces encontré la paz. Hagan eso esta noche. Jesús dijo: “El que cree en mí, tiene vida eterna”. La posee ahora, es eterna y nunca la perderá. El que cree en Jesucristo no es condenado, a pesar de toda su culpa y de sus pecados pasados. “El que creyere y fuere bautizado, será salvo”. Ahora les he dado el Evangelio completo; así es como el Maestro lo expuso, y yo no he dejado fuera ninguna cláusula. “El que creyere y fuere bautizado, será salvo”. “Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación”.
Sermón no.2350. Tomad, comed. C. H. Spurgeon
jueves, 22 de julio de 2010
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